De joven, todo es guay. Nos rodeamos de gente guay y, nosotros mismos, somos lo más guay del universo. Puede que nuestros padres no sean tan guays, pero incluso sus exigencias, sus preocupaciones y su avanzada edad, al entrar en contacto con nuestro "guayismo" ilimitado, se vuelven pintorescas, motivo de chiste y de guasa. Solo escuchamos música guay y hacemos cosas guays (incluso ir al colegio, encontrarse con los amigos, falsificar la firma de los padres para salir antes e ir a pasear, sacar las mejores notas en literatura sin haber estudiado, discutir a gritos con el profesor de filosofía sobre si Ingmar Bergman es feliz o no en su vida cotidiana, es guay).
Pero un día, nos vamos a dormir, pasan 30 años, y, al despertar, estamos rodeados de cadáveres, de gente asustadísima y de prepotentes. Lo que les (nos) mueve deja de ser lo guay (la libertad, el sexo, la diversión, el deseo) y pasa a ser el poder, el dinero, las ganas de figurar y de ser alguien ("ser alguien", la expresión más estúpida del universo), de afianzar, de construir, el pánico a perder (cuando no hacemos otra cosa en nuestra vida que eso). Pasamos de hacer las cosas "porque sí" a hacerlas por alguna razón. Supongo que en eso consiste hacerse adulto. Yo, personalmente, lo llevo bastante mal, en el patio del colegio de mi hijo de 8 años sigo prefiriendo jugar con los críos a hablar con el profesor. En fin, que me está costando esta "rentrée", que me hubiese quedado un rato más en el verano, que el otoño no es "guay".
La foto, los más guays del Paraguay: The Clash en 1979 fotografiados por Chester Simpson.